La perfección nunca me terminó de
convencer en casi ningún ámbito ni aspecto de la vida.
Esa manía casi enfermiza de buscar a
cualquier costo un resultado que sea impecable, que no tenga fallas
por donde se lo mire, ni que una vez finalizado el proceso no quede
más que hacer.
Y la cocina no es la excepción.
El amor menos.
A mi me gusta la gastronomía
imperfecta, esa que se puede mejorar con el día a día, con la
práctica, con la experiencia, con la sensibilidad.
Los rellenos que sean rústicos, que se
sienta lo que se come, que se pueda identificar las partes del
conjunto, en vez de ser un crema lisa e incomprensible.
Rústico no es desprolijo, no es
dejadez, no es mediocridad, no es conformismo.
No confundamos.
Si en algún momento tengo la suerte de
que pases por mi restaurant o mi mesa te podrás encontrar con que el
perejil no está picado diminutamente perfecto, que la sala de tomate
tiene alguna semilla, que los cortes de las verduras se alejan
bastante de los bastones torneados de la Nouvelle Couisine, que los
rellenos no están procesados infinitamente, que los ravioles no son
todos iguales, que el bridado de las carnes no es uniforme y que en
la panera no vas a tener una continuidad industrial de formas y
sabores.
Pero podrás apreciar que las cosas
están hechas con dedicación, con ganas de compartir sabores y
aromas que movilicen tus sentidos, y que con la mejor de las suerte
te transporten a días felices de tu infancia, o a otoños de café y
chocolate.
Y si en algún momento tengo la suerte
de que pases por mi vida te darás cuenta que ya no creo en las
relaciones perfectas, en los amores de biblioteca, en la pasiones
monocromáticas, en las miradas de porcelana.
El amor también me gusta imperfecto,
no del que se repite industrialmente, sino de ese que se construye
día a día,que mejora con el tiempo, que se sufre y se disfruta...
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