miércoles, 26 de septiembre de 2012

Primera vez, simpática, atolondrada, ruborosa.


Las primeras veces son las mejores.

Aunque a veces son las más torpes, alborotadas, atolondradas, confusas, diletantes e indecisas. 

Pero ahí están, listas para nosotros, para aprovecharlas en el momento justo.

A mi me gusta la torpeza de las primeras veces, simpáticas y casi infantiles, ruborosas. 

Empezar un trabajo nuevo, en una cocina desconocida, es en gran parte así.

Llegas el primer día temprano, con tu uniforme impecable, afeitado al extremo. Con tus cuchillos bien afilados, lapicera y cuaderno en blanco. 

Vas reconociendo aromas nuevos, característicos de cada cocina, los espacios nuevos, las caras extrañas, miradas desconfiadas, susurros al pasar.

Nadie sabe quién sos, algunos lo sospechan, a otros ni les importan. Sos un extraño que viene desde lejos, seguramente, a cambiar cosas, a entrometerse.

Un montón de nombres y puestos que hay que memorizar y empezar a comprender. Cada cocinero con su historia está ahí, para aprender, pero sobre todo para enseñarte. 

Conocer al personal es siempre la prioridad. El equipo de trabajo es todo. No hay cocina que funcione sola, ni sólo con quien la dirige. Pobre del que llegue con aires de grandeza a intentar imponer antes que a aprender.

Los primeros días serán de aprendizaje. Esperar, observar, memorizar, calcular, entender, comprender.
Habrá que absorber mucha información en poco tiempo. 

Después vendrán los cambios.

Hay que ir incorporándolos de a poco, día a día, paso a paso. Casi sin que se dé cuenta el personal que estas cambiando su forma de trabajo, pero sí que se den cuenta que la mejorás y que tenés cosas para aportar.

Las primeras veces son desafíos. 

En el peor del los casos serán prueba y error. En el mejor, será cuestión de utilizar la experiencia previa.

A mi me gustan las primeras veces.

Los desafíos.

Las torpezas.

Los rubores. 




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