domingo, 21 de diciembre de 2014

Hoja al mar...

Hace como 15 años que no vivo en el barrio donde nací, un poco por elección, otro poco porque la vida de un cocinero es estar cerca de las cocinas, y en Lanús recién ahora empieza a levantarse un mini polo gastronómico con mejores opciones.

De todas formas las cocinas de Capital Federal están llenas de empleados que viven en zona sur. Basta andar por Retiro o Constitución a horas de la madrugada, cuando cierran los locales, para encontrar las mismas caras de gastronómicos cansados, resignados por haber perdido el colectivo y tener que demorar 45 minutos más para volver a casa.

Si estas en uno de esos super restaurantes de moda en Palermo, Colegiales o Puerto madero, seguro tu plato esté siendo cocinado por alguien de Berazategui o alrededores.

Ya no vuelvo de madrugada en el 33 para el lado de Monte Chingolo, a la casa materna, pero en algún momento esa fue parte de mi rutina de cocinero raso.

Volver a la casa de mi vieja es estar descalzo sobre el cesped del patio, escuchar los pajaritos que habitan en la palmera, escuchar al vendedor de huevos que pasa con su chata, asado y pelopincho en verano.

Monte Chingolo siempre fue un barrio con zona fabril, algunas curtiembres y otras industrias que nunca supe bien cuales eran. Muchas de estas ya cerraron, pero hay una que por suerte que sigue ahí, por suerte para  muchos.

Hojalmar sigue ahí, a la vuelta, desde que tengo memoria.

Y desde que tengo memoria lo mejor que nos podía pasar era que hornearan, y que el perfume del hojaldre invadiera todo el barrio, mientras estábamos en la vereda jugando a cosas de chicos.

Seguro más tarde dejaríamos los juego para ir con alguna bolsa a los portones de la fábrica, donde te regalaban los triángulos que se rompían y no podían empaquetar.

La merienda: chocolatada, triangulitos partidos y los pitufos.



Hojalmar sigue ahí, a la vuelta, y como dice mi amiga Noelia, ojalá nunca la compre Kraft...

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